A los cofrades de viejos y rancios deleites nos invadirá un aluvión de reminiscencias a otros lugares, a otros tiempos, cuando vuelvan a sonar por San Pedro los compases lastimeros que acompañan a la Soledad de una Madre en su amargo recorrido. Serán como clarines que harán salir al ruedo entrañable de la ciudad, no un fiero toro, trágico y negro de recuerdos, sino una placida e incomparable visión de una maestramente cofradía que parecerá atravesar el túnel del imparable y caprichoso tiempo.
Cada uno recordara o revestirá el escenario según sus remembranzas. Yo lo recuerdo agarrado a una valla de su empedrada subida o enarbolado en los pedestales de Hacienda, inventando lo imposible por verla cuando llegaba y la primavera parecía acabarse en su entrada, en el corazón de una ciudad sin prisas, en la que su presencia todo lo paralizaba, sin mamotretos arquitectónicos, sin más humos que los de una candelería en los últimos instantes de su efímera vida. Era un gran paréntesis que se abría en el dilatado y negro cielo que se veía desde mi posición frente a la torre rematada de tiara y llaves celestiales que conducen a esa bóveda ahora oscura, mástil del gran navío que es su iglesia, anclado casi a orillas del corazón de la ciudad. Los sonidos del transitar diario rumoreaban menos y más lejos en la ya sobrevenida primavera, recamados en esas escalas ascendentes tan queridas de los afiladores, cuyos sones cortantes herían gravemente el silencio dejado por la cofradía de negro y serio duelo ferviente, y, es que, hasta los pajarillos callaban y cuando la espadaña carmelita dejaba descansar la esquila del coro vespertino, comenzaba oficialmente la siesta. El clac-cloc de algún carro de reparto tirado por mulas cesaba y tan solo arrullaba nuestra siesta el pregón silente dejado en la calle con regusto a fugaz muerte…que como un vaho subía hasta las ventanas recogiendo todo el ambiente de las calles recoletas que rodeaban esta collación, y que se hacía triste y lastimero como una evocación cuando se alejaba por el Pilar hacia el bullicioso Prado y su Catedral. Era esta fecha de las primeras de la primavera en que la acústica del día caluroso -sol y azul como una inmensa capa pluvial de la Purísima bordada en oro- tenía una inefable novedad. Una hermandad, la Soledad, cuatrocientos cincuenta años atrás comenzaba a llorar…
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