Desde que se inauguró esta semana y el azul de su mirada se retuvo en mis pupilas, exageradamente dilatadas e inundadas de unas lágrimas rancias de aguantarlas para no perder un pellizco de su belleza sublime de mujer manchega guapa, no puedo dejar de recordar a una de sus más grandes y fieles devotas, que empezó a inculcarme sus más profundas piedades y sus más íntimas convicciones ya cuando dentro de su vientre percibía el sonido de las cuentas de un rosario deslizándose entre sus gastadas manos, y un silencioso rezo frente a la que desde su camarín nos cuida y protege retumbaba hacia sus adentros.
Aquella mujer, madre de una numerosa familia y a la que el Señor llamo a su presencia demasiado temprano, me infundio entre otras muchas cosas, a vivir el cristianismo y a vivir la Semana Santa, las glorias, las tradiciones, las devociones de nuestra ciudad. Digo a vivir, sí. No a ver, ¡a vivir! Como me inspiro a vivir la Cuaresma, y el Adviento y la Navidad. Me grabo a fuego, que a Dios no se le ve: a Dios se le vive. Se le vive en cosas tan simples como puede ser montar con esmero el Belén el día de la Inmaculada, en cosas tan simples como agradecerle la comida diaria. Me contagio a vivir el amor a la Virgen: “Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea..." Y su personal modificación de la Salve: “…a Ti suspiramos gimiendo llorando Y RIENDO en este valle de lágrimas y de ALEGRÍA…”
A vivir la Semana Santa. A entender la catequesis de cada imagen, de cada olor, de cada sonido.
Aprendí a oír el silencio en la calle Estación Vía Crucis, uno de sus rincones favoritos, al paso del Señor de la Buena Muerte y su Madre del Mayor Dolor. Ante ese paso del Cristo del Silencio, pongo y escucho ahora de boca de mi madre las palabras que San Agustín le presta: “La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado”.
Te siento junto a mí y reconozco tu voz en cada oración que su belleza me inspira.
No hay comentarios:
Publicar un comentario