ESTO érase que se era una ciudad con palmeras, jacarandas, buganvillas, magnolios, vencejos y canarios que cantaban su mozartiana flauta mágica en las jaulas colgadas de los altos balcones, donde el arte negaba a cada paso la lógica, con la mayor gracia del mundo y a la mayor gloria de Dios. En aquella ciudad de la que hablo, de la que ya apenas queda ni sombra de su memoria, hubo una vez un Cojo, de nombre Enrique, que fue maestro del baile flamenco, y a quien por genio aún tienen todas las generaciones de batas de cola. En aquella ciudad reinaba un ábaco enloquecido ante tanta penumbrosa belleza catedralicia, de modo que al sumar seises, siempre le salían diez. Aquella ciudad tenía también un mapa de torres alocadas según cuya planimetría los vértices geodésicos determinaban que los toreros de Triana nacieran en la calle Feria y en Triana, a la orillita del río, los de la Alameda. Lugar por cierto único en el mundo, donde, con el referido ábaco, a Hércules se le multiplicaba por dos, de modo que eran Los Hércules. En aquella ciudad mágica, en fin, los mutilados torsos de las estatuas romanas eran incrédulos Hombres de Piedra. De la misma piedra en la que eran decapitados los crueles reyes de Castilla, que la memoria de todos, magnánimamente, hacía justicieros.
Y en el arrabal y guarda de aquella ciudad soñada que ahora evoco y que ya no existe más que en la memoria de sus gentes y en el malva de sus atardeceres, había un peregrino anual prodigio de estos portentos. Cada Viernes Santo por la mañana, cuando después de pasar el puente en su nave de plata y terciopelo verde, tras haber navegado invicta y gloriosa, heroica e inmortal todos los mares de la otra orilla del río, una voz proclamaba valiente y rotunda, como un ángel anunciador de la primavera, la Pureza de la Virgen que nombre a la calle Larga del barrio le daba, y que resulta que era la Madre del Que, con su Gran Poder, aquella mañana había vuelto a crear la belleza de su pintura del amanecer al llegar al Museo. Tal proclamación no se hacía en latín evangélico, ni en griego de doctores, ni en castellanos versos de poetas populares, sino que era traducida al lenguaje de la gracia del barrio con una sola palabra: «¡Guapa!» Y hete aquí que en ese justo momento es cuando el portento anual se obraba, pues tan profundo y rotundo pregón lo daba, iba a decir un mudo, pero no, era El Mudo: el más sabio, humilde y sufridor Mudo de la ciudad de tantas vanidosas palabras vanas y tantos silencios cobardes. No lejos de allí, en la esquina de la Cava, el Evangelista anónimo de tal calle lo decía con sus letras de barro vidriado de los hornos de Mensaque: «En Triana, cuando Cristo se levanta de sus Tres Caídas y hace más alto el Altozano, los ciegos ven a Dios mismo en la esquina de Berrinche y los mudos hablan, proclamando la Suprema Gracia de su marinera Madre».
Aquel Mudo, que se llamaba Francisco Rodríguez Moreno, fue sacristán de la real parroquia de Santa Ana y siempre sirvió a la Iglesia según Triana. Los más viejos del Corral del Cura aseguran que formaba parte de la parroquia, como un viviente azulejo del Negro, y que era una prolongación de la pila de los gitanos, donde le echaron el agua de la verdadera gracia, la gracia de Triana, a los que luego llevaron su nombre de arte o de esforzado trabajo por el universo. El Mudo, cuentan las crónicas escritas en el papel de estraza de los pavías de Enrique, era como la concha del bautizo de los trianeros desde los tiempos del Padre Ladrillo.
Y cuando estaba llena la primera luna de la primavera, horas antes de su proclamación particular de la Pureza en la calle Larga, El Mudo era también itinerante evangelio puro, pues cogía su cruz, la alzada Cruz de plata de una manguilla parroquial, seguía a Cristo en un paso y abría el cuerpo de nazarenos de una Virgen. Alzando una cruz parroquial, en silencio, humildemente, El Mudo proclamaba mejor que muchos predicadores la Palabra de Dios. Milagros de aquella ciudad con palmeras, jacarandas, buganvillas, magnolios y vencejos, que ya apenas existe más que en el malva de sus atardeceres, cuyos prodigios llegaron a oídos del Papa de Roma, quien impuso la Cruz Pro Eclessia et Pontifice en la rebequita de punto de aquel Mudo que habladora excepción era, y raya en el agua del río entre tantos silencios cobardes.
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