Miércoles, 03-09-08
UN poeta sevillano dijo que los seises juegan ante Su Divina Majestad como una partida de ajedrez a lo divino, en que la ciudad siempre se enroca con la más delicada de las hermosuras de sus ritos. La otra mañana descubrí que en la Catedral hay un tablero para ese ajedrez. Es el ajedrezado de los mármoles de su suelo. Cuando no bailan los seises su ajedrez en forma de pavana, ni resuenan maderas ni metales, ni los divinos tubos y registros de Maese Ayarra el organista, el suelo de la Catedral parece que espera una partida de damas. Sobre el mágico, marmóreo tablero, me imagino que esas damas son Justa y Rufina, o Doña María Coronel y Beatriz de Suabia, o La Roldana y María de las Mercedes, o Sor Ángela y Sor Bárbara de la Giralda, la hija del campanero. Juega el tiempo y blancas ganan. Blancas de nardos de la Virgen de los Reyes, blancas de primeras túnicas de los nazarenos del Domingo de Ramos, cuando Sevilla está sentaíta en los escalones de las Gradas de Alemanes, esperando el porvenir, y el porvenir, al contrario de lo que dice la soleá de Rafael Montesinos, siempre llega.
Los mármoles del suelo de la Catedral, de este onírico tablero de ajedrez para el juego del Patín de las Damas, también son como un esmaltado reloj del tiempo que la Vieja Dama llevara prendido en su pecho, con una cinta carmesí. Un reloj con sonería, que da los cuartos por la Giralda y las medias por la Plaza. Un reloj que marca las estaciones, los días que se van acortando conforme se alejan el olor a nardos y los vencejos, o que se van alargando conforme se acercan los olores a cera y a incienso.
¿Cuántas pisadas no habrán recibido los mármoles del ajedrezado suelo de la Catedral? Pies de reyes y de arzobispos, pisadas de esparto de los humildes, charoles hebillados de asistentes de casaca y tafiletes de regidores de frac, tacones nerviosos de novias antiguas de misa de don Rufino Villalobos en el Trascoro, moradas pisadas solemnes y pausadas de los capitulares por Entrecoros, camino de pontificales y funciones votivas por el nacimiento de una infanta.
Los mármoles de la Catedral conocen todas estas pisadas. Yo estoy ahora sentado ante el altar mayor, a hora de visita turística, y los mármoles me dicen que no desvaríe en mi sueño. Que aunque vea todo el altar iluminado, con Santa María de la Sede, bajo el Cristo del Millón, y aunque vea llenos de fieles estos bancos del crucero, que no espere que vayan a bailar los seises, ni que suenen coplas de cera roja o de banderas celestes atravesando este rejerío con toda una Alcalá de panes de oro.
Los mármoles me preguntan por las sandalias. Pasado el último besamanos agosteño de la Virgen, no se acaban de acostumbrar a estas sandalias de los turistas que los pisan. Sandalias germánicas con calcetines, como de ejércitos bárbaros que hubieran tomado el refinamiento de la romanidad andaluza de las basas que cimientan la torre mayor. Sandalias de goma, todas las sudorosas chanclas del mundo, sobre el mármol ritual de recortados pies de damas devotas de la sabatina del Cardenal Segura. Hay un momento en que los mármoles, cuando se sienten ahora pisados por estas sandalias de la moda, como de las legiones romanas, que las muchachas en flor llevan, olorosas de jazmines, se sienten casi confundidos. Pero al instante caen en la cuenta de la verdad. Aunque romanas, no son las sandalias de la Centuria que en la madrugada rachean sobre estos mármoles, marcando el compás flamenco de plumeros y el bamboleo de la inexistente agua de la palangana de Pilatos.
Los mármoles del suelo de la Catedral, tan sevillanos, tan clásicos, me preguntan que cuánto van a tardar en llegar las sandalias que ellos esperan. Que no son las de los turistas, sino las de los nazarenos. No sandalias viajeras de Hannover ni de Boston, sino sandalias nazarenas de la Alfalfa, de la calle Cuna, de la Puerta Carmona. Negras sandalias del ruán, sandalias color avellana de cofradía de barrio. Los mármoles, aunque viejos, son como niños, y aunque es septiembre están ya esperando la primera cruz de guía para pedirle cera a un nazareno con sandalias, y para impresionar con la verdad desnuda de su frialdad los descalzos pies de un penitente.
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