Con el tenue silencio que ocasiona la álgida anochecida, junto a un pesebre lúgubre por tierras de Judea, más concretamente en la ciudad de Belén, la dulce fatiga de una estrella alumbraba en la noche, quebrando con su inquietud la penumbra y el fresco de los días de diciembre.
Aquel humilde y apartado rincón, muy retirado de cualquier posible hálito y cuajado de senderos descuidados que con la madurez de la noche se fueron rebosando de andadas, de sonidos, de rumores, de multitud de personas llegadas de cada uno de los horizontes del planeta en busca del floreciente pesebre, ese en el que un amable animal de carga y un recio y manso rumiante proporcionarían eternamente resguardo al esperado Mesías.
De fondo, se dejaba oír el murmullo de extraños lenguajes. Se cambiaban morrales por mimos y halagos. Se descubrían fulgores en las fatigadas y jubilosas miradas,… mas, todos, sin excepción, portaban idéntica instrucción hilvanada bajo el brazo: esperanza, anhelo, ilusión.
Ilusión por contemplar lo más cerca posible “al mejor de los nacios”; deseo, afán, por postrarse ante el que separaría las postigos del reino celestial de par en par ofreciendo su sangre como diezmo; fe, esa fe pura que antes de que el género humano se corrompiera existió en labios que rozaron esas benditas plantas de azahar y nácar.
Entre tanto los que hasta allí llegaron y los estribillos de los villancicos iban al encuentro de un modesto refugio para resistir la fría noche, Jesús enredaba con las telas de sus sabanitas y jugaba a esconderse y repentinamente a descubrirse de nuevo entre ellas; hallábase alegre, aún no habían casi despertado sus alegres ojos a su presentida existencia y no se notaba todavía con la energía que fuera menester para darse cuenta de la muchedumbre que años después gritaría para que fuese clavado en una cruz, hasta que de pronto … Su alborozo, su radiante mirada, sus jugueteos se interrumpieron y descubrieron aquel perfil que aguardaba su momento pisando ya el quicio de su improvisado cobijo. Quién sabe si advirtió su perdida mirada, apenada, decaída; tal vez le chocó lo hundido de sus ojos, evidenciando vacilaciones y desengaños; a lo mejor se extrañó al comprobar que aquel visitante llegaba a su cuna sin nada en las manos, nada que entregarle, nada con que halagarle…
Ninguno lo averiguó, pero el chiquillo al que llamaron Jesús persiguió sus pisadas con esa inocente y pura sonrisa dibujada en su semblante hasta que aquel desconocido se plantó frente al Niño Dios, y el Hijo de Dios –sorprendiendo a todos-, lo recibió con los brazos abiertos para que éste lo alcanzara y sobre su pecho recostar sus sienes sagradas.
El improvisado albergue que resguardaba del frio su carita divina, repentinamente, quedó silente. Las pisadas permanecieron sin palabras. El pasmo se filtró por las desvencijadas ventanas ansiando ver lo que dentro pasaba hasta que María, todavía agotada y algo abatida, se aproximó hasta aquel imberbe escribiente para que desterrara su altanería y mereciera arrullar en su torso al que tantas vicisitudes venía a clamar. Fue el elegido, el agraciado, el escogido.
Esa milagrosa noche la bondad del Niño llamado Jesús comprendió aquellas palpitaciones agrias que llegaban hasta Él rumiando clamores desde el mismo instante en que determinó guardar calma y sosiego para no reventar y cuartearse en mil girones como ropa expuesta a las tempestades, a los malos vientos.
Esa noche el corazón de Jesús supo aplacar esos latidos amargos que perciben con más y más ira cómo la vida juega a encubrir soledades con las esperanzas que junto a su respiración se pintan al retirarse hasta el día siguiente el sol. Esa noche el corazón de Jesús supo adormecer el furor, la rabia, el arrojo que salvaguarda un sencillo nazareno de cera que contempla con turbación – desde el balcón de sus límites -, como y tras pasar más de dos milenios el Hombre continúa velando el mensaje descendido de las alturas entre inciensos y celos, rivalidades y envidias.
Escasas fueron las palabras, escasos los reproches, nada de malos propósitos,…pero al descansar de nuevo en su humilde pesebre, el semblante del Niño llamado Jesús ya no fue igual. Desamparado y desarmado, el corazón de un mero amanuense pudo descubrir sus llantos delante del que tanto anhelaba y logró, sin saberlo, sin procurarlo, sin pretenderlo, que el corazón de Jesús -desde aquella naciente Navidad-, conociera sin lograr remediarlo que su destino estaba más que dictado.
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