Ocurrió una noche de Martes Santo en los adentros del rancio Convento Carmelita. Un cierto nerviosismo -el ajetreo característico que precede a la salida de toda cofradía- hacía presa en los diputados y celadores responsables de la organización y buen orden de los nazarenos, cuando los tramos, incompletos aún, tienen que ser revisados, las insignias debidamente distribuidas, los cirios encendidos y las últimas instrucciones y preces difundidas por los altavoces con el mencionado deseo, un año más, de una venturosa estación de penitencia.
Los cofrades próximos a la puerta del templo cubren ya sus rostros con la sarga negra de los antifaces. La Cruz de Guía esta dispuesta. Se presiente el frescor de la calle en aquella atmósfera densa de cera ardida y férvido incienso recién quemado. Un centenar de hombres y mujeres, investidos de un mismo arrebato, sumisos, respetuosos, con intima y callada exaltación, respiran al unisono aquel ambiente prodigioso, tan extraño para los extraños, tan fuera de sí para los de fuera, tan pintoresco para los que solo buscan el atractivo de las sensaciones insólitas en un anacrónico color local.
Parece que de un momento a otro puede producirse un increíble salto en el tiempo. Con otros personajes, con otras imágenes, entre otras paredes quizás, pero con idéntico clima emocional, con la misma singularidad viva y vistosa, también en la noche de Primavera de Ciudad Real -todos los tópicos que se quieran- luces y sombras, jardines y estrellas colmando la Semana Mayor de la ciudad, el pueblo llano volcándose en iglesias y capillas, recorriendo el laberinto penitencial, sangre y fuego de los disciplinantes, hermanos de suplicas, de cruces, primitivos nazarenos de esta ciudad.
Así, padres, hijos, nietos, herencia de siglos y testigo de una a otra generación, cada gota de cera es una huella de la historia nuestra, tradición multiplicada, sufragio universal de los muertos, de los vivos y de los que aún no nacieron, voz y voto del ayer, del hoy y del mañana.
Que esto fue, en definitiva, lo que aquel nazareno de las Penas sintió a oscuras, bajo su antifaz, experimentando fervores tan hondos que no pudo por menos que decir -calladamente bajo su túnica de silencio- "precisamente por eso, por hondura; que aquí estoy cumpliendo con un viejo ritual, un impulso verdadero de belleza e inteligencia encarnada en un Cristo que es símbolo de Humanidad doliente buscando su camino". Y agarrándose al cirio encendido ya, con su corazón pellizcado, ya el paso a punto de levantar, el murmullo de la plaza que se dejaba de escuchar, se volvió hacia Él y añadió: "Este momento es ya toda la eternidad".
Luego cargando con su cirio, en un gesto poderoso y silente, salió del sacro convento camino de una misteriosa pasión de la ciudad. Era, manto rojo y resplandores, la noche mágica. Y no hay judío ni gentil, ni místico ni pagano cuando estalla ese cielo de la ciudad hecho cofradía un Martes Santo, que nos devuelve a lo que es una estación de penitencia con sentido y de verdad.
5 comentarios:
No se porque cada vez que leo un articulo tuyo me entra un repeluco... ¡¡¡ Ole tu, que sabes tocar la fibra sensible que llevamos los cofrades en la masa de la sangre!!!
Madre mía, uufffff... qué bonito. Lo curioso de todo esto es que lo que describes es lo que sentimos todos los que estamos dentro del Carmen el Martes Santo.
Un fuerte abrazo hermano.
Describir con palabras lo que a todos nos enamora de esta cofradía... La Cofradía hecha verso, y tus palabras hechas Cofradía... Magdaleno, me rindo ante tu pluma...SOBERBIO...
Hay cofrades que tienen un don. Nosotros, no podemos sino saborear hasta el último y más mínimo eco de sus palabras.
Enhorabuena y gracias por compartir con todos ese lirismo.
Un abrazo grande.
ole tu y tu prosa, ole tu y tu descripcion, ole tu y tu don de hacer sentir, ole tu por hacernos vivir ese momento y ole tu por hacernos disfrutar de tu sentimiento.
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