Todo cambia. El olor de las confiterías, se torna en melaza
de pestiños y torrijas. El trasiego de las casas de hermandad,
les devuelven una vida que durante el año se mantiene
por los incondicionales, pero en esos días de la cuaresma
resurge con las entregas de túnicas y papeletas, las tareas de
las priostías… Los templos se tiñen de pasión, recuperan el
carácter penitencial en los cultos, traslados, funciones, vía
crucis. La abstinencia de este tiempo se limitará a lo físico
ya que los sentidos lejos de mermar recuperan un cariz
que se convertirá, junto a la fe, en la cerviz que sostenga
la parihuela de nuestra particular pasión. La añoranza, esa
anciana vestida de niña que vuelve a nosotros cada año por
primavera y conforme vaya pasando nuestra vida más niña
se vuelve. O si no que le pregunten a los que fueron testigos
y fundadores de las hermandades a ver si no son más
jóvenes en el recuerdo cuantas más Semanas Santas pasan.
O a los ancianos a los que la edad les impide salir a la calle
para ver o acompañar las procesiones y desde las ventanas
o balcones recuperan la juventud perdida con lágrimas de
añoranza que resbalan por mejillas surcadas por el tiempo y
que son la oración más sincera que musitarse pudiese. Por
eso a la hermandad de los “muchachos” de la Misericordia la
podríamos llamar la hermandad de las añoranzas de Misericordia,
por volcar su empeño en atender a los niños, jóvenes y mayores de
Ciudad Real. Que maravillosa moneda de cambio de esos hombres
que cuando eran niños fueron atraídos al redil de la Madre joven y guapa de la Misericordia y de su iglesia y que hoy, convertidos en hermandad madura, devuelven aquel gesto de caridad hacia los humildes arropando a la memoria de la ciudad a la que hace 25 años regaló la ilusión de una juventud que dedico parte de su vida a cuidar y madurar el fruto que este año nos acaban de regalar.
Son memoria viva de Ciudad Real.
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