El cofrade tiene sus tiempos
perfectamente organizados en las revoleras más hondas de su ser, su caligrafía
de la ortodoxia, sus rincones del espíritu y de la materia, sus días vitales
que siempre están más allá de cualquier razonamiento. Los que ignoran este
código sentimental del cofrade suelen también encontrar grandes dificultades
para adentrarse en su estructura comunicativa. Resulta difícil captar la
identidad popular, propia, única del cofrade cuando se arrincona la raíz del
rito. Y…un rito es, para el cofrade, todo lo que circunda sus realidades
devocionales. Un rito es acudir cada viernes de la recién estrenada Cuaresma a la
llamada del Señor en solemne y devoto Via+Crucis y un rito es guardar silencio
cuando de madrugada su cruz arrastra... Un rito es esperar a que aparezca su
figura en la ojiva de San Pedro enmarcada y un rito es contar los días de la
larga espera al revés, hasta el domingo de su Pasión, prologo indiscutible de
la Semana Santa. Esta es la perspectiva cofrade no del tiempo como utilidad,
sino del tiempo como milagro en que cada cosa se produce a la manera de un
regalo de lo puramente suntuoso, la manifestación graciable del sentimiento de
estar vivo… La ceremonia de la Gracia.
Los domingos que anuncian ya la
deseada primavera son, para el cofrade, como esa gracia anunciadora de que ya
estamos en la metafísica de la emoción. Y este anuncio es por tanto algo que se
nos da, un don, un regalo que supone la superación del tiempo utilitario y
cotidiano. Así, el Domingo de Pasión se entraña en el cofrade, queriendo o sin
querer, consciente o inconscientemente, con una fuerza ritual incambiable. Y
además, sencillamente, como algo que llevara siglos circulando en la sangre de
las cosas, porque sí. Por eso no hay calendario capaz de explicarlo ni de
modificarlo.
Y cuando baja de su altar Dios y
se reviste de Nazareno, en la hora, en el día exacto en que el jueves empieza a
tornarse de morado, la ciudad, sus cofrades, saben que hemos entrado ya en el
surtidor de sus días iluminados.
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