Y es que retoñamos cada primavera
en la calle para forjar un alegato de nuestra Fe y ese alegato precisa de
testigos. A nuestras corporaciones no solo las sustentan sus juntas de
gobierno, los hermanos y cofrades intachables, los sacerdotes, una casi siempre
denostada e inútil comisión o el pregonero de hogaño, sino los miles de
ciudadanos y cofrades anónimos, que llenaran las calles y plazas demandando algo
más que la belleza o la cultura, algo que, quién sabe, ni siquiera ellos mismos
sepan explicar como tampoco lo intuían los cinco mil que lo buscaron y lo
siguieron hasta Betsaida y a los que abrigó y alimentó. De la misma manera
ellos también buscan un alimento, el de su particular salvación. Es por esto,
que nuestro cometido radica, inexcusablemente, en que esta pasión tan sublime
como arrebatadora que estamos a punto de soñar un año más, no se quede en una escueta
y desnuda puesta en escena y que tras unas horas y algunos aplausos eche su
telón hasta otro inevitable año que habrá de venir, sino que seamos capaces de entrelazar
a toda una ciudad con el verdadero Misterio de la Fe.
Son años delicados, muy
comprometidos para los creyentes. Creemos haber atrapado la prosperidad, la denominada
sociedad Occidental avanza con tranco fijo hacia un desahogo que no tiene
límites, La ciudadanía cree que así aprehenderá la felicidad y ha consentido en
olvidarse de Dios. Ya no es menester, lo desatiende, lo arrincona, pero a quien
está arrinconando verdaderamente es a sí misma mientras toma camino a ninguna
parte. Qué majestad la tuya Señor, cuando guardas silencio, maniatado ante ese
traidor que acepta unas monedas sin saber, pobre necio, que está traicionando su
propia indignidad. Irrumpes soberbio en tu soberano paso, arrebatado a los
mismos ángeles en su inspiración más
inspirada y pura, marchas con la grandeza
del que se sabe la sublime y única verdad,
el mismo atajo a la Vida Eterna, entretanto ese discípulo delator que osó
repudiarte rumiando que no te precisaba, se ufana en sus propias tinieblas.
Mas, invariablemente no es fácil perseverar
inquebrantables en nuestros principios, como lo hiciste Tú, Señor. No por
siempre soportamos inalterables ante el poder, aun cuando ello nos signifique que
nos desposean de todo, como hacen contigo camino de la Merced, o recibir algún
que otro latigazo, como el que te propina ese miserable sayón cuando vuelves
Caído a punto de desfallecer por San Pedro o como los que recibe tu vicario en
la Tierra por sacar a colación palabras sobre la Paz, la Caridad, el Amor, la
Misericordia, o por recorrer el mundo y predicar tu palabra allí donde no se
atreven los que sólo saben hablar agazapados. Con todo salimos a la calle para proclamar
el Evangelio, y es que por encima de todo somos Iglesia, la que él rige y así
nos deben de admitir, como expresiones religiosas, más allá de una enjundia cultural
que nadie objeta, pero que nunca puede ni debe ser cimiento de nada, ni menos aún
excusa de una realidad que se conserva viva desde hace centurias.
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