El
destino a veces nos hace vivir realidades difíciles de entender. Marca sus
cartas al capricho de sus despertares, y determina -sin que nos demos cuenta-,
las huellas que tenemos que reseguir. Con la fe como compañera de nuestra eterna
soledad hacemos algo que nos hace más frágiles, nos refugiamos en Él.
Necesitamos
aislarnos de este frenético mundo y pedir por los que son sangre de nuestra
sangre. A las puertas de donde habitan los cimientos de nuestras creencias, al
lado de las piedras que nos vieron crecer, y junto a los bancos donde una y mil
veces le hemos rogado,… buscamos el amparo de un Dios sin rostro, de un Dios
sin medida, de un Dios sin etiquetas,… y encomendamos al vacío unas cuantas
plegarias humedecidas por lagrimas con sabor a suplica dispensada.
Desde
luego sus miradas impacientes descansaran de forma anhelante sobre la serena
estampa que cobija los rezos de los que pueden pasar sin llamar; y envueltos en
tristezas, buscan a su Dios en las distancias cortas.
¿Cuántos
de nosotros no hacemos a diario esto mismo? ¿Cuántos de los que creemos en
izquierdos y bullas no clavamos nuestras rodillas cuando nos falta el hálito? ¿Cuántos
de nosotros no nos guarecemos en la simpleza de lo impenetrable para poder
seguir inspirando ante la adversidad? Quizás esta sea la gloria y el
mandamiento más verdadero que tiene entre sus renglones torcidos nuestra fe. Porque
en las distancias cortas es donde la rabia brota sin medida, donde la amargura
se puede masticar, donde la desesperanza tiene nombre rescatado del arca de los
abandonos. Es en las distancias cortas donde el Dios en el que creemos se
humaniza, donde se hace perceptible su aliento, donde pasea de la mano por las
sombras de la esperanza,… esa señal oscura que reluce sobre la cal blanca de nuestras
vidas. Y es en las distancias cortas donde somos ese lodo que algún día se
convertirá en barro; somos ese polvo de ceniza que brota por el sudor exhausto de
nuestro rostro; obramos esa réplica que desvanece todas las interpelaciones que
la Humanidad se hace dos mil años después de la primera llegada al mundo del
Mesías.
Ir
al encuentro de Dios... Nosotros precisamos creer en ese Dios que conquista miradas
en las distancias cortas. Nosotros necesitamos de ese Dios que cada cierto
tiempo desciende de los altozanos del cielo y se hace presente en nuestros crepúsculos
de paseos para sentirnos amados, para sentirnos amparados, para notarnos ceñidos
a su talle por las costuras de los destierros. Nosotros necesitamos sentir a
ese Dios que a su modo subraya fechas en el calendario de los latidos para que
la nostalgia pasee por los pasadizos de la añoranza.
Y
al tenerlo cercano, cara a cara, lo despojamos de clavos, de coronas, de
potencias; celamos el usted al rozarle las manos, las llagas, las misericordias;
le rogamos en voz bajita que atienda nuestras penas, nuestras gozos, nuestras fallos.
En las distancias cortas, nos sobra todo… y no nos falta nada. Se yergue la
piel... y se desarropan los sigilos. Sonríe el alma… y la Esperanza abriga nuestros
desaciertos. Dios suele escribir sus dictados bajo letras incomprensibles, pero
siempre deja una puerta ensamblada para ir a buscarle; con seguridad Él también
quiera saber de nosotros… y nos precise... en las distancias cortas…
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