La cera es miel. Hay pasos que exceden su condición de altar peregrino para convertirse en monumentos rebosantes, derramando la advocación de la Virgen entre el gracejo en que se dispone su geometría de líneas convergentes hacia la Dolorosa -es decir, la candelería que se le rinde- y el color negro que está y no está presente en su palio.
La cera es capricho. Crea ilusiones visuales: mira cuando el paso de la Dolorosa, encendido en la noche, se levanta al martillo y la inercia del tirón, agachando la llamitas, produce un apagón instantáneo, que Ella aprovecha para enjugar un instante sus ojos eternamente humedecidos..
La cera es calor. A la Señora, cortejada más que consolada por sus hermanos, nos resulta difícil encontrarle el callejón por el que admirar su cintura. Porque todos sus candeleros se han agolpado delante de su peana, cerrando filas para abrigar tanta belleza.
La cera es luz. De día el interior del palio es un cobijo de sombra que oculta en oscuridad el interior de las bambalinas. De noche, la luz pasa a recogerse dentro, como caja de resplandores, y son las caídas interiores las que ahora se iluminan, dejando fuera la tiniebla. Eso que gana el rostro de la Virgen, que ya es hoguera por sí solo y que cuando divisa, ya de vuelta, su casa, no sabes si prefieres llamarla por su nombre eternamente nombrado, Ave María o como también le cuadra entre la clara-oscuridad de sus nazarenos, Dios te Salve Santa María de la Luz o Reina del Dolor entre luces.
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