Dicen que la devoción al Carmen nace allí donde una imágen suya se encuentra. Dicen que tierra y mar sostienen por Ella el dificil equlibrio de la belleza. Pero me vais a perdonar que lleve esta devoción al interior de mi casa, la de siempre, la que fué testigo mudo de mis años infantiles y adolescentes, y unos pocos de mi edad adulta.
A ella llegué una mañana del mes de mayo del año 70, todo se amuebló enseguida -tampoco había mucho, lo justo, eran años dificiles- solo un hueco en el aparador de la habitación de mis padres que quedó vacío, reservado más bien, llamó mi atención.
Pasó con Ella entre sus brazos, no la había dejado un momento sola durante el traslado, una caja de madera oscura gastada por el tiempo y la devoción. Mi curiosidad propias de mi corta edad me hizo seguirla, ya que a buen seguro -dije yo para mis cortos adentros- esa caja que abraza con el amor de una madre sería la que ocuparía aquel hueco reservado en lugar tan recogido.
La colocó con mimo, cual prioste actual coloca esa flor o ese cirio que embellece lo más bello, abrió la tapa que a su vez hacia de puerta y se sentó en la cama a contemplarla, a la vez que de sus labios salian una serie de palabras que me sonaban a lo más bello que nunca habia oido, y salí de mi adivinado escondite para saciar mi curiosidad, nunca olvidare la visión de aquella imágen de la Virgen del Carmen a la que mi madre, ahora ya sé que le rezaba y ha rendido culto hasta su muerte y despues de ella. Esa imágen de la Santísima Virgen del Carmen la ha llevado hasta su tumba, y allí se encuentra velando su sueño eterno, en eterna capillita y con flores siempre a sus pies y ese Ave María susurrado que entre sus labios yo adivinaba.
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