Ahora que el fin de la eterna espera nos contempla de cerca, muy de cerca… En estos días en que nos disponemos a salpicar las calles con nuestra presencia para hacer girar una ciudad entera a nuestro compás durante cuarenta días… días de una luz…la más tenue y evocadora del año, y sus cuarenta anochecidas, esas en las que soñaremos arrebatadoramente con la gracia de lo que está por venir… Cuando ese olor a cera fundida y naftalina que se disuelve y llena nuestra casa y todas sus estancias se impregnan de los más dulces aromas… Cuando nos disponemos a participar en nuestras más enraizadas tradiciones, acudimos y vivimos en lo más hondo del alma nuestros ritos más íntimos, es ahora más que nunca cuando nos sentiremos dentro de esa liturgia familiar en su celebración hogareña, y abrigará nuestra común Casa todo el sentido que encierra el definir a la familia cristiana como iglesia doméstica, mística comunión de las generaciones, abuelos, padres, hijos, nietos, cuerpo místico de cristianos y cofrades que fueron, que son y que serán en un mismo linaje familiar, por los siglos de los siglos creyentes de una devoción. Y, es que, cuando cada año, cumplimos con nuestros ancestrales ritos, es ahí, en la hondura de cada liturgia, en la soledad de cada procesión, en la verdad de cada plegaria, donde uno se encuentra con el dogma y todo lo que perdimos resucita. Que así es y así nos parece el milagro de Ciudad Real en cada una de nuestras más hondas y devotas tradiciones. Una fiesta inmensa del espíritu vivo del Dios que llevamos dentro cada ciudadrealeño, cada cofrade, todo un universo sensible donde se percibe desde la sencillez y pureza de corazón un sentido trascendente de las cosas, de las personas. Donde descubrimos el Misterio de un Dios que vive en medio de los hombres, y que se hace visible desde la devoción a unas imágenes benditas. Esta es la fe verdadera, la que nos arenga a creer en unos fervores sacrosantos, arraigados hasta los mismos tuétanos de una gente, de un pueblo que cree y de una ciudad que exalta la liturgia de una Cuaresma siempre esperanzadora, la que vence al tedio y al escepticismo con una simple oración sincera, la que deja en manos del destino lo que el destino tiene marcado sobre nosotros. Esta es la fe verdadera,…y a esa fe quisiera agarrarme cada vez que se acerca la naciente primavera, porque innegablemente, cada Cuaresma, cada floración de abril, cada Domingo de Ramos es, de algún modo, la “primigenia” Cuaresma, el primer Domingo de Ramos; es el gozo nuevo, una reluciente Semana Santa, sin ayer y sin mañana, “todo presente”. De aquí, también su difícil captación para los que son ajenos a nuestro universo cofrade, ajenos al sentido ritual de su estructura comunicativa. Los que ignoran y no entenderán jamás su código sentimental, sus claves sensitivas.
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