Los aires de la veleta que remata la espadaña de Santiago cambian. Y se transfiguran presintiendo algo grande. Por eso el susurro del canto de las hermanas suena como algo grande, por eso esas oraciones que esculpen las delicadas gubias de sus voces se ven prendidas en nuestros corazones. Y sueñan las nubes con golondrinas. Y ese portón que se abre, para dar paso a un llanto sin pañuelo y a una mirada que no quiere ver la presentida corona de espinas.
Y no se mancha ni la noche en el barrio más castizo de la ciudad, en ese barrio de Santiago al amparo de su Madre. Dolorosa de tu Santiago, esa que en la sequía es manantial, en la tempestad, calma, en la agonía, paz, en la muerte, vida y qué hasta el corazón me hace alegrar.
Y hasta se muerde el cariño de su barrio en los hierros de sus forjados balcones. Y es merecedora de esos muchos besos guardados solo para Ella durante todo un año, desde nuestros labios, donde las súplicas cimbrean por esa grandeza y por esa verdad que tiene nuestra Madre de Santiago, la de la mirada escondida y bello rostro nacarado.
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