Las velas pulcras como tocas de clausura. Surgiendo el sol en el semblante de la Luz misma. El palio de la sombra perfecta filtrando el sol del último sábado de mayo, vísperas de la Ascensión. Crepúsculo de Sevilla. Esto eres Tú. Y, antes que lleguen los ramilletes de sol purificados en tu cara morena a iluminar el suelo alfombrado de nuestras plegarias, cuando hoy, todo sollozo de la todavía rezumante pasión se vea revestido de celebración, quiero declararlo. Anhelo contener este momento reposado de Salve a la Salvadora con repique de campanas de una orgullosa y enseñoreada Giralda. Y… es que la Esperanza es esta imagen. Ella frente a nosotros pecadores. Una vida entregada a la fe, por su hijo, nuestras voces susurrando melodías…”Señora de nuestra vida razón de felicidad, gracias por bajar del cielo y por poderte llamar, Señora de nuestra vida y por poderte llamar Macarena en este mundo y de aquí a la eternidad”, porque para poder ver la legítima cara de la esperanza, los puros ojos de la esperanza, la segura expresión de la esperanza, hay que darle la espalda a este mundo y mirarla solo a Ella.
Los momentos únicos de Sevilla son estos. Un instante imborrable. Como todo lo trascendente. Porque irradiar es ir más allá de lo meramente ostentoso. Rezar a nuestras más hondas devociones en voz alta, no para ser oídos, sino para escucharnos, cuando la Madre emboca las calles de la ciudad al despabilarse el día y se deja ahogar las flamas de sus cirios con el letargo que tiene la melodía acompasada de su himno de devoción y amor.
La cita con Ella es, ciertamente, un ensueño. Una cita con uno mismo y con sus más profundas creencias, es volverse después de verla pasar y no dejar de sonreír, porque realmente uno ha visto en la tierra a la Madre de Dios, aquella que un día tuvo en sus manos al Hijo muerto por amor y que hoy, en su solemne Ascensión a los cielos, sujeta con gracia y primor en ellas las flores que su sangre le dejo, prueba palpable y cierta de su Resurrección.
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