Brazos de la muerte, de la Buena Muerte, exhalada la voz y abandonada la palabra, el Verbo alzado en cruz y a contrapunto de la luz de los hachones, esquiva ya en su vuelo hasta la hondura de su alto pecho. Cristo muerto en la negra eternidad de una madrugada de Jueves, sordo el pueblo al acecho y en silencio mortal el blanco corcel del santo famoso sobre la piedra herida del conventual frontispicio.
Un cobijo de calas blancas va dejando su paso, raíz del mundo su cuerpo, mientras el alma siente el don divino que andaba -dulce muerte- en otro mundo.
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