Es madrugada de Miércoles Santo.
Es de noche.
Por las calles de Ciudad Real suena el sonido del Silencio.
La procesión nos va envolviendo en su misterio. El juego de sombras se hace más intenso conforme se van apagando las luces en las calles. A lo lejos se oye el redoble de un tambor. Pero no es el mismo sonido al que nos hemos acostumbrado estos días. Suena distinto. Suena solo y apagado. Apuntillado. Cansado, retumba más que redobla. Y ese sonido que anuncia el Silencio, y esa sombra, hace que tu ser se recoja en sí mismo. Y pasa la procesión.
Oyes las lágrimas de los hachones acompasadas y oyes las lágrimas de las madres que no tienen para dar de comer a sus hijos. Oyes las lágrimas de los enfermos. Oyes las lágrimas de los que sufren y de los pobres y de los presos, en cada cabeceo de los hachones. Oyes las lágrimas de tu propia pena. Entre sombras.
Y ves la calle del Lirio decadente, en ruina de Semana Santa, recordando un pasado de saetas y gente, que ya sólo alberga tristeza y miseria.
Y por allí pasa un trono, sobrio y pesado. Llevado por hombros de portadores sin rostro, de hombres comprometidos que siguen el paso. Y cuando dejan el trono y se retuerce la madera, la oyes crujir. Oyes resoplar a los portadores y el trono vuelve a crujir cuando sube. No se puede aplaudir cuando tienes el corazón en un puño. Y ves a Cristo en la Buena Muerte de su Cruz y lo sientes sufrir en la respiración de esos hombres. Y lloras tu culpa a escondidas, en la sombra de la noche.
Porque la procesión del silencio, si la escuchas, te susurra al oído mil cosas profundas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario