Hoy es 16 de julio, y, allá por el convento de la plaza del Carmen, se habrán hecho varas de nardo los jardines del cielo para enmarcar en macizos las esquinas del paso de la Reina del Carmelo, y bajara el Padre, en plenitud de su gloria, para depositar sobre sus sienes corona de Reina de todo lo que Él creó. Pienso que la segunda persona de la Santísima Trinidad querrá, por un momento, hacerse Niño, de nuevo, para buscar juguetón y coquetuelo el regazo de la Madre y descenderá el Espíritu sobre Ella para cubrirla con sus alas en finisima forma de habito carmelita.
Se apuraran las hermanas a dar los últimos toques a escapularios y demás enseres de la Señora, habrá un revuelo imperceptible de hombres costaleros que se preparan ansiosos para la primera levantá, que las manos de unos artistas, hombres buenos, habrán tocado ya el argenteo llamador, para ir lentamente acercándola a la gloriosa puerta de su casa celestial. Allí va a estar unos instantes, para pocos segundos después cumplir el milagro de una salida prodigiosa, y se apiñaran a su paso una multitud de cofrades que todos conocemos bien y la seguirán por cada tramo de su recorrido buscando el recuerdo de una marcha perfecta, una revira de arte o una chicota de nombre. Ya está en marcha, de nuevo, el cortejo, sigue caminando por un trozo de la gloria, convertida en nuestra Ciudad Real.
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