ANTONIO BURGOS Domingo, 15-02-09
Lo ponían las pancartas que llevaban los chavales del instituto pidiendo que se intensificara su búsqueda: «Todos somos Marta». Y tanto. Ser mujer y joven en España hoy es una profesión de alto riesgo. Pero en un portal de la calle que lleva el nombre del rey del Carambolo hay unas rojas velas encendidas y en las esquinas están ya mustios los pasquines con la foto de la desaparecida Marta del Castillo. Nos pusimos en lo peor y lo peor es lo que ya había ocurrido, cuando todas las muchachas con todos los miedos de todas las esquinas de todas las oscuridades de todas las vueltas a casa de todos los fines de semana decían que ellas también eran Marta.
En un piso de la barriada Tartessos seguirá habiendo una cama vacía. Ya para siempre. En el colegio San Juan Bosco seguirá habiendo un pupitre vacío. Ya para siempre. Marta, ay, ya no comprará más incienso para aquel pebetero de barro que tenía en su habitación, ni verá más al Cachorro un Viernes por la noche. Marta ha visto ya al Cachorro cara a cara y ha olido el verdadero incienso de la ciudad definitiva.
Y aquí abajo queda no sólo el dolor, sino la indignación contra lo que muchos entienden normal, pero que revuelve el estómago a cualquiera que tenga vergüenza. En aquella pancarta de «Todos somos Marta», yo ahora borro con ese dolor y con esa indignación las letras, en el mejor homenaje de recuerdo a la muchacha, y escribo las que muchos sentimos: «Todos somos Antonio del Castillo». Todos debemos sentirnos como el padre de Marta ante este mundo caótico que estamos organizando con mucho cuidadito. ¿Qué familias estamos creando, qué educación estamos dando en los colegios, qué principios morales y éticos se le han borrado a los jóvenes, de modo que haya quien pueda actuar con la frialdad con que el asesino lo hizo? ¿Presunto? ¿Presunto de qué? Eso es lo que nos pierde: este sistema absurdamente garantista, donde el verdugo está siempre más protegido que la víctima y lo anormal es presentado como óptimo. Si no existieran tantos tiquismiquis del excesivo garantismo, al padre de Marta, a su familia, a Sevilla entera, se le hubieran ahorrado muchos amargos días de angustia, búsqueda y vana espera. La Policía sabía que a Marta la había matado quien la ha asesinado. Tenía esa certeza desde la primera hora de las investigaciones. Pero el garantismo que atenaza a las personas decentes y lucra a los criminales impedía poner un rápido punto final al dolor de la familia de Marta, a la incertidumbre y al miedo de toda una ciudad movilizada.
Todos somos hoy Antonio del Castillo porque todos pedimos que el asesino se pudra en la cárcel. Tal como suena. Sí, lo que se merece es el pudridero de Valdés Leal, pero en vida. Es lo que se merecen los segadores de la vida de las muchachas en flor de azahar. Todos pedimos hoy, con el padre de Marta, que los calientaescaños del Congreso cambien las leyes que tengan que cambiar para lo mismo que pedimos con los terroristas: para el cumplimiento íntegro de las penas. No queremos que el asesino de Marta ande pronto farruquiteando por los platós y cobrando por explicar lo que repugna de sólo pensarlo, cómo la mató con el cenicero, cómo llevaron su cadáver hasta el río y lo tiraron en sus aguas.
¿Reinserción dice la ley? Pues eso también hay que cambiarlo. ¿Qué reinserción ni qué niño muerto para la escoria de estos monstruos que está produciendo el sueño de la razón de un sistema educativo desnortado y de una sociedad sin principios? ¿Quién va a reinsertar a este monstruo? ¿La misma sociedad que lo ha creado, admitiendo como lo normal lo inadmisible y presentando como conveniente todo lo moralmente aberrante? La misma sociedad que produce estos asesinos fríos y calculadores no puede ser la que los reinserte.
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