Íntimamente, en el alma de los
momentos más sublimes brota sin duda un sentimiento, una emoción, el palpito
cautivo en el ámbito propio de cada una de sus sombras, de cada uno de sus
gestos únicos escondidos en el mismo instante, en la nostalgia y en la hora que
habitamos ese sueño establecido en aquel día, en aquella tarde en que un
instante determinado fue vivido con toda la intensidad posible.
Así, el alma invisible de la
memoria tiene su espacio para cada cosa, para cada tiempo y para cada forma de
existencia del espíritu de su perceptible presencia. Y es por eso que fluye en
la estancia con su inmaculada estampa un aire como de recién estrenada
primavera, un suave pero claro redoble de tambores del paraíso, una llama de
metales que fulge con su hermoso lamento, clarines del alma, incendio de
sonidos que reclaman la presencia de Dios entre nosotros.
Y no son de violines los
crepúsculos, ni son voces celestes de salterio las que envuelven de música su ahora
silenciosa antesala, tan solo un resonar de notas eternas, como un batir de
angelicales alas, agua que mana del valle de sus heridas, arrasadas de su Purísima
Sangre que desembocan en eterna Piedad. Esa marcha de oros y de platas en
blanquísima andadura, surtidor sonoro capaz de brotar a chorros de tu estampa
de Piedad repleta. Música en el silencio del momento acompañando la fragancia
solemne del Dios más vivo, canon barroco para mecer entre incienso y oraciones
de Piedad suplicantes.
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