La ciudad y sus callejas podrían ser otra Judea para la Pasión. La sensibilidad del cofrade ciudadrealeño está bien preparada para ello. La luz, el aire, el perfume de la primavera en flor, el deslumbramiento de las plazas y calles iluminadas, los jardines en plena floración, rincones, paisaje. Los arrabales emergiendo como una propia ciudad, algunos extramuros, como un Monte de Olivos capaz de competir con Getsemaní. Todo, riqueza y pobreza, alegría y sufrimiento, hacen de la ciudad escritura favorable, discurso vivo y ámbito propicio para poner en movimiento la palabra evangélica. La ilusión de un pueblo apostólico.
La ciudad es, pues, el quinto evangelista, el testigo de excepción para contar, en imágenes extraordinarias, el esplendor de la tragedia del Hijo del Hombre.
Y María, la Madre, como en una “soleá”, junto a piedras centenarias, apuñalada de Dolor, digna y triste, isla de llanto en la inmensidad de su belleza.
Si, para el ciudadrealeño de raíz, para el cofrade con hondura de esta tierra, barroco él en sus fervores tradicionales, la Pasión tuvo que ser, tenía que ser necesariamente, contada por esta ciudad. Según el cofrade y Ciudad Real quiere verla.
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