Entramos en las vísperas del paladeo de nuestros más inseparables
sentimientos, convivimos con los rituales próximos a la fiesta, estamos a la
espera de esa especie de milagro anual que se produce en nuestra ciudad cuando
“Dios esta azul” y tierra y cielo anuncian ya un despertar a la alegría.
Porque hay algo que, sin nombrarse, parece estar cruzando
por la mente de todo nosotros, de la ciudad y de los pueblos que la abrazan. La
sensación de fiesta que hay siempre en nuestros ritos más hondos y en nuestro sentimiento
de la Semana Santa.
Más aún. La Semana Santa como gozo, como celebración de una
gran fiesta que compromete el comportamiento de todo un pueblo. Liturgia
popular, colectiva de profundas y viejas raíces vivenciales.
Ese sentido festivo del culto greco-romano y su carácter de
generalización entre los ciudadanos, la afirmación festiva, consiste en que “el
sujeto mantiene una relación esencialmente afirmativa con su dios”. Relación
que aquí se extiende al mundo que nos rodea, ya que la fiesta es también
afirmación del vivir, afirmación colectiva de una relación cultual entre Dios y
el mundo (en nuestro caso entre Dios y Ciudad Real) y que se manifiesta en la
ruptura de lo cotidiano, alejándonos del peso habitual del trabajo rutinario o
utilitario, para recrearnos en lo inesperado. Esto es, todo aquello que hace
posible lo que durante el resto del año resultaría imposible. Dar a estos días
una significación distinta, insólita, de regalo humano y divino al mismo
tiempo. Se es capaz de hacer algo “insospechable”.
Caminar incansablemente, cargar con una cruz durante cuatro
o cinco horas tras el “paso” de nuestras imágenes titulares, no dormir, ponerse
un costal bajo las trabajaderas, aguantar a pie firme en una esquina solo para
ver por un instante el resplandor de una candelería o el perfil de una Virgen
en la plata blanquísima de una pared recién encalada, la oscura voz del cante
de una “saeta” que nos pone un sollozo en la garganta o la sombra de un Cristo
perfilándose en las duras aristas de la luna junta a las espadañas silenciosas,
escuchar el silencio que la ciudad no tiene normalmente, dejar que el tiempo y
la materia adquieran un sentido distinto de relación más fecunda y creadora,
construir el tejido de los sueños con la materia de la propia vida y dejar que
el tiempo sea, a su vez, la vida y la materia de nuestros sueños.
Sí, es la felicidad de haber sido creado y de estar aquí y
ahora en este instante, el gozo de saberse vivo para ver, o más aún, para
participar en la belleza esencial de estas cosas, que en el fondo e incluso sin
saberlo, no es más que victoria de la vida sobre la muerte, motivo grande, por
tanto, de alegría. Esta ciudad de los siete días iluminados es un verdadero
don, un regalo de la naturaleza y de la historia, algo que va más allá de la
organización humana. Algo que se nos da, que es gracia, que es como un
encuentro feliz, no por esperado menos sorprendente, ya que siempre es distinto
aunque tenga apariencia de ser lo mismo. Cada Semana Santa es “otra”, es
“nueva”, siendo la misma. Porque para el partícipe de la fiesta, la fiesta “es
él mismo”, está en él, en su visión, en su vivencia. Y él, tú o yo, este año ya
tampoco somos los mismos del año pasado, como no seremos los mismos del año
venidero.
Innegablemente, cada primavera, cada cuaresma, cada Domingo
de Ramos es, de algún modo, el “primer” Domingo de Ramos; es el gozo nuevo, una
“nueva” Semana Santa, sin ayer y sin mañana, “todo presente”. De aquí, también
su difícil captación para los que son ajenos a nuestro universo cofrade, ajenos
al sentido ritual de su estructura comunicativa. Los que ignoran y no
entenderán jamás su código sentimental, sus claves sensitivas.
1 comentario:
Llevo el gusanillo en el estómago, pero al leer ésto se acentúa más. Muy buena entrada.
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