Un recuerdo lejano: mi retoño y yo en la esquina de la plaza, frente por frente al pasaje, el paso aún a distancia, mientras la noche siente que aquella luz empuja, abre un hueco en la oscura pared donde gravita la sombra que ocultaba nuestra espera.
Las paredes y balcones se agrupan sobre el paso cubriendo su mudable resonancia, constelación caoba y plata llega entre las dos miradas como por otros dos arcos triunfales que un solo amor contienen. Flota el incienso arrebatado como paloma en celo y se detiene abriendo sus alas en sus manos, soga de amor haciendo nido para el Espíritu.
Negros de azabache los ojos, y Cautivo en Primavera el mirar del Señor serenamente triste, y el niño que ella era siente la transparencia de aquella lumbre altísima levantada hasta el cielo.
Luego, el gentío, la música, la furtiva mirada de un conocido, nazareno de azul y blanco, la fragancia que dejan los claveles del paso, la pared donde la sombra escribe la gráfica armonía de un Misterio en movimiento. Noche del Domingo de Ramos, Ciudad Real incendiando su cera más allá del ocaso, Pasaje de la Merced, brisa de la plaza y un cierto viene y va aire de huerta y mercado.
Y cuando todo va perdiéndose hacia los Ángeles del regreso, la vida ya como una rueda de molino que lija y lima el alma, el recuerdo lejano pero vivo de aquella noche santa, mi retoño y yo solos en el Pasaje, la cofradía alejándose, y ella que oprime con ternura mi mano indiferente y me lleva en silencio hasta los escalones del dintel de la puerta de la Iglesia de la Merced. Entonces, muy queda, me hace sentir que todo aquello tiene un sentido inexorable, que en este mundo de soledad perpetua tan sólo en el espíritu más casto y más sencillo se encuentra la hermosura del instante que nos madura para la eternidad.
Un Domingo de Ramos de Ciudad Real, en aquel pasaje del recuerdo, mística procesión que va por dentro, libre ya el corazón para esa otra soledad que resplandece.
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