Vamos a acercarnos silenciosamente una noche cualquiera a la plaza que debiera ser de Santa Ángela de la Cruz; hasta esa casa donde habitan las vírgenes de la pobreza de Ciudad Real; donde Dios es nuestro hermano; el enfermo es Cristo vivo; su única riqueza es la alegría de sus tocas blancas; su única moneda es el silencio; solo se derrocha la generosidad. Allí esta el campanario del Amor de Dios en nuestra Jerusalén de occidente del que parten cada día en un vuelo emparejado sus palomas como un toque de Caridad sonando una por una en todas las puertas de la Ciudad.
Y yo he visto sus manos de Madre limpiando el sudor de los enfermos; y en los suburbios una Madre aparecía cada mañana aliviando su dolor y su miseria; y un Madre enseñaba a los niños sin escuela a leer el nombre de Jesús y una Madre acompañaba en la noche la angustia de aquella pobre anciana que, sin nadie en el mundo, sólo esperaba la liberación definitiva de la muerte; y una Madre amortajó entre rezos el cuerpo frío y desnudo de un pobre hermano abandonado.
Que así escriben cada día el testimonio de su maternidad las hijas de aquella a la que los percheleros, aunque un Papa la haya elevado a los altares, prefieren seguir llamándola sencillamente Madre. Porque nadie como este barrio conoce el verdadero evangelio de la maternidad reiterado día tras día cuando a las puertas de esa casa llaman la angustia, la amargura, la esperanza y la soledad de mi Ciudad y todos encuentran consuelo en el amor de las Hermanas de la Cruz.
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