Sobre
el crudillo de las fundas que cubren el sofá y las butacas tapizadas de una
sala de estar, vieja casa manchega de patio, barrio de la Puerta de Santa
María, el color caoba de una capillita de madera, desgastada por la devoción
ya, va extendiendo y abriendo sus puertas poco a poco una clara mañana de Julio
de 1973. Una mujer todavía joven y bella ha ido planchando las amplias telas,
liberando de pliegues y arrugas puntillas y bordados. Un olor a cera fundida y
naftalina que se disuelve… llena toda la estancia. Una mesa desnuda espera
impaciente ser revestida a modo de efímero altar. Las velas aguardan apagadas a
ser la plegaria encendida de una ferviente devota de María. Son los
preparativos de las vísperas, cuando la Virgen del Carmen pasaba las novenas en
pequeños altares domésticos y toda la casa se iba impregnando de esa
fiebre del mes de Julio que llenaba una placita de devoción sin más y de puestecitos de
martillos de caramelo, peladillas y turrones que me evocaban la lejana, pero
antes tan ansiada y esperada Navidad… Y llega el día, la tarde mejor, la noche
de la ilusión, en que un niño de apenas 6 años se dispone a alumbrar por
primera vez el camino a la Madre del Carmelo. La Reina de las glorias exige un
gran cuidado a la hora de realizar aquella secreta e invisible investidura. La
ropa como de Domingo de Ramos, el cinturón bien apretado, la larga vela al
brazo y el escapulario bien colocado. Solo unas expertas manos de mujer
manchega podrán cuidar y retocar estos detalles, en apariencia nimios, y que
sin embargo constituyen como la carta de naturaleza de un estilo y un modo de
alcanzar la mayoría de edad en la herencia de las tradiciones de la ciudad.
Participar
en nuestras más arraigadas tradiciones es un rito, una liturgia familiar en su
celebración doméstica. Y antes, mucho antes que el Concilio Vaticano II
definiera a la familia cristiana como iglesia doméstica, Ciudad Real ya sabía cómo
realizar estos actos devocionales, mística comunión de las generaciones,
abuelos, padres, hijos, nietos, cuerpo místico de cristianos y cofrades que
fueron, que son y que serán en un mismo linaje familiar, por los siglos de los
siglos creyentes de una devoción.
Pero
aquella mujer todavía joven y bella, que con tanto amor, con tanto mimo fue
enseñando al niño cofrade que nacía los detalles secretos, los más íntimos
significados, de vestir con el escapulario bendito o ponerse una túnica para
hacer estación de penitencia en su tan querida Semana Santa ciudadrealeña,
aquella mujer –repito- no sabía, no podía saber que ya no vería más en este
mundo a su Reina del Carmen y que nunca más podría acicalar a su hijo como de
Domingo de Ramos, con su escapulario en la noche única, cuando los corazones
casi dejan de latir ante el pasmo maravillado de la que lleva en su rostro el
amor y en sus brazos al Niño de Dios.
Porque
un día de diciembre de 1974 -¡casi cuarenta años ya, Dios mío!- aquella mujer
todavía joven se revestía la túnica inconsútil de tu promesa redentora, y como
cualquier buen Carmelita de Ciudad Real, una semana después de tu Natividad, recibía
de tus manos benditas su vela, su escapulario y su sitio en tus filas para
entrar en el Convento Carmelita del cielo, abrazando la Cruz de su muerte y la
gloria de su Resurrección.
Aquella
mujer era mi madre.
Y
cuando yo, cada año, cumpliendo el viejo rito, siento sobre mi cuerpo, sobre mi
mano el roce buscado de su escapulario santo, escucho su voz diciéndome que
aquella investidura devocional y cofradiéra, cuna y mortaja me la ha dado
Ciudad Real para devolverle la alegría a mi corazón, y para comprender que al
respetarla y sentirla dignamente me voy salvando de caer desangrado y roto. Porque
ahí, en la negrura de cada noche y en la soledad de cada procesión, uno se
encuentra con la verdad y todo lo que perdimos resucita. Que así es y así nos
parece el milagro de Ciudad Real en cada una de nuestras más hondas y devotas
tradiciones. Una fiesta inmensa del espíritu vivo de Dios que llevamos dentro
cada ciudadrealeño, cada cofrade. Porque desde aquí, desde ese momento mágico,
inolvidable y tan especial, quien hoy les habla empezó a vivir, a sentir y a
querer en cofrade.
Ahora, todos ustedes y yo lo sabemos.
Introito vivencias cofrades del Prendimiento pronunciadas el 23 de febrero de 2013.