Desde que se inauguró esta semana y el azul de su mirada se retuvo en mis pupilas, exageradamente dilatadas e inundadas de unas lágrimas rancias de aguantarlas para no perder un pellizco de su belleza sublime de mujer manchega guapa, no puedo dejar de recordar a una de sus más grandes y fieles devotas, que empezó a inculcarme sus más profundas piedades y sus más íntimas convicciones ya cuando dentro de su vientre percibía el sonido de las cuentas de un rosario deslizándose entre sus gastadas manos, y un silencioso rezo frente a la que desde su camarín nos cuida y protege retumbaba hacia sus adentros.
A vivir la Semana Santa. A entender la catequesis de cada imagen, de cada olor, de cada sonido.
Aprendí a oír el silencio en la calle Estación Vía Crucis, uno de sus rincones favoritos, al paso del Señor de la Buena Muerte y su Madre del Mayor Dolor. Ante ese paso del Cristo del Silencio, pongo y escucho ahora de boca de mi madre las palabras que San Agustín le presta: “La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado”.
Te siento junto a mí y reconozco tu voz en cada oración que su belleza me inspira.
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