Atesoraré eternamente en la
nostalgia de mis más entrañables recuerdos el momento del amor, de la verdad y
de la humanidad en estado puro venidos desde Sevilla; esa pasión, esa
vehemencia en el sentimiento que pellizca el corazón de un hombre bueno de
verdad y que pide permiso para acariciar, para mimar, para besar sus manos y
bendecir a Manuel con el mismo Cristo, que también empieza por “C” y que
bendice a su hijo por Triana cada madruga, para apasionarse entre las puntadas
de oro en el tafetán de su túnica morada y para eternizarse en lo abatido de su
aire al aguardo de una cuaresma impregnada de esencia a Dios de verdad.
No corro la cortina sobre un
hecho notorio y ostensible como es el que a menudo me crispan los entresijos y
retorcimientos de este mundo cofrade que debería ser ejemplar siempre –
a veces
con motivos, a veces sin ellos-, pero autorizarme a que en el día de hoy sienta
orgullo del corazón y el alma de los cofrades.